CON EL RESPETO QUE SE MERECEN TODOS, ¿QUIÉN NO HA
COGIDO ALGUNA VEZ UN LIBRO, NO PARA LEERLO SINO –AUNQUE SEA– PARA
CAMBIARLO DE LUGAR?
“LIBRO” proviene de “liber”, la palabra con que
los antiguos romanos designaban la parte interior de la corteza de los árboles
que usaban para escribir. Con ligeras variantes, este vocablo se repite en
todas las lenguas romances modernas (“libre” en francés, “libro” en
portugués, “libro” en italiano, “llibru” en
asturiano, entre otras).
El primer libro impreso de la historia –una Biblia
en dos tomos, con 1282 páginas escritas en caracteres góticos, conocida como la
“Biblia Mazarina”– fue editado por el propio inventor de la imprenta, Johannes
Gutenberg. Este impresor alemán construyó la primera prensa de tipos móviles en
Maguncia, en 1454, un año después de la toma de Constantinopla por los turcos,
hecho que dio inicio a la llamada “Época Moderna”.
Sin embargo, los primeros libros manuscritos ya
habían aparecido unos dos mil años antes (500 a C.), en Corea y China,
confeccionados con hojas de palmera, tablas de madera pulida, corteza de
árboles y hojas de seda. Algunos siglos después, aparecieron libros hechos con
placas de arcilla en Asiria y Caldea y también en Roma, con pergaminos
confeccionados con piel de carnero. Con esos materiales, se comprende que los
primeros libros fueran muy diferentes de los que hoy conocemos. Los de
pergamino, por ejemplo, eran rollos que aparecían escritos de un solo lado,
pero en la época de Augusto, alguien tuvo la idea de doblar los grandes
pergaminos en hojas, cortarlas y coserlas en cuadernos para darle al libro la
forma rectangular que ha conservado hasta nuestros días.
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