Los antecedentes más remotos de la
palabra LLAMA los hallamos en la raíz bhel,
que en las lenguas prehistóricas de los pueblos indoeuropeos, –unos veinticinco siglos antes de nuestra era– significaba "brillar o quemar". Esta
raíz subsistió en palabras del griego clásico, como phlegein 'encender',
'quemar', y en el sustantivo phlox, phlogos 'llama', 'fuego' o
'lengua de fuego que produce luz y calor', de cuyo acusativo singular (phloga) se
formó en el griego medieval la palabra con la cual los griegos siguen
designando hasta hoy la llama olímpica: flogha.
Phlox se encuentra en las obras de Homero: en “La Ilíada”
con el significado de "fuego centelleante" y en “La Odisea” con el de
"fuego divino". En el siglo V antes de nuestra era, llamado el siglo
de oro de Atenas, tanto Píndaro como los tres grandes dramaturgos helénicos
Sófocles, Eurípides y Esquilo denominaron phlox al "relámpago-trueno"
lanzado por Zeus y también, metafóricamente, a "la pasión".
Phlegein llegó al latín convertida en fulgeo 'quemar',
'brillar', 'relampaguear', que dio origen a flamma 'llama',
'fuego'. Este término latino derivó en castellano a llama, palabra
que está registrada en nuestra lengua desde el siglo XIII.
La voz latina flama dio
nacimiento a muchas otras palabras castellanas, tales como flama,
flameante y flamear. Obviamente, esta palabra no guarda
ninguna relación con el nombre del rumiante andino de ese nombre; en ese caso,
se trata de otro vocablo, con etimología quechua.
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