En la MITOLOGÍA GRIEGA, las
sirenas eran bellísimas ninfas con busto de mujer y cuerpo de ave, aunque a
veces eran representadas con cuerpo de pez. Solían sentarse sobre las rocas de
una isla del mar Mediterráneo, probablemente Capri, desde donde atraían a los
marineros con la dulzura de su canto, de modo que llevaban los barcos a
estrellarse en sus acantilados. Después, las crueles sirenas devoraban a los
incautos que se habían dejado seducir.
En la obra literaria “La Odisea” se cuenta que
Ulises tapó con cera sus oídos y los de sus marineros, y se hizo amarrar por
sus hombres a un mástil para no ser atraído, pero al pasar cerca de las sirenas
llegó a oír su canto y ordenó que lo liberasen para ir hacia ellas, pero los
marineros se lo impidieron, y el barco pudo alejarse indemne (ileso). Según
algunas versiones del mito, las sirenas se suicidaron tras ese fracaso.
Los Argonautas, en su viaje en busca del vellocino
de oro, pasaron por un peligro semejante, pero Orfeo entonó un cántico tan
melodioso que los marineros no se sintieron atraídos por el de las sirenas.
El nombre griego de las sirenas era “seiren”, que pasó al latín
clásico como “siren”, “sirenis” y al latín tardío como “sirena”, palabra
que en el siglo XV fue recogida por el idioma castellano, inicialmente
como “serena”. Esta forma se extendió bastante por la
península ibérica y llegó al gallego como “serea” y al
portugués como “sereia”, forma que se mantiene hasta hoy en
Asturias, pero poco a poco se fue imponiendo “sirena”, considerada
más culta por provenir del latín clásico.
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