Hace unos cinco mil años, en la ciudad
mesopotámica de Uruk, surgieron las primeras manifestaciones conocidas de
escritura, unas tablillas de arcilla con dibujos o pictogramas que dieron
origen a la escritura cuneiforme.
Casi simultáneamente, nacía en Egipto otra escritura también pictográfica, anterior a la jeroglífica, de la cual se derivó la cursiva. Su soporte, algo similar al papel, estaba confeccionado con tiras del tallo de una planta acuática proveniente de Etiopía, Sicilia, el Valle del Río Jordán y Egipto. En este último, recibía el nombre “thuf”, que hoy tiene la denominación científica “Cyperus papirus”. Tras un laborioso proceso de alineamiento, empapado, prensado y secado, se obtenían unas hojas de entre 12 y 40 centímetros. Unidas entre sí, llegaban a alcanzar hasta 45 metros de longitud, como el Gran Papiro Harris, del Museo Británico de Londres.
Casi simultáneamente, nacía en Egipto otra escritura también pictográfica, anterior a la jeroglífica, de la cual se derivó la cursiva. Su soporte, algo similar al papel, estaba confeccionado con tiras del tallo de una planta acuática proveniente de Etiopía, Sicilia, el Valle del Río Jordán y Egipto. En este último, recibía el nombre “thuf”, que hoy tiene la denominación científica “Cyperus papirus”. Tras un laborioso proceso de alineamiento, empapado, prensado y secado, se obtenían unas hojas de entre 12 y 40 centímetros. Unidas entre sí, llegaban a alcanzar hasta 45 metros de longitud, como el Gran Papiro Harris, del Museo Británico de Londres.
En griego clásico, esta planta —y, por
extensión, todo lo que se refiriera a ella— se denominó “byblos”,
pero desde el siglo IV antes de nuestra era, se usó el término griego “papyros” para
denotar el soporte de escritura, y “byblos” se reservó para el
rollo de papiro como un todo. El vocablo en latín, “papyrus”, pasó
a nuestra lengua como “papiro”, del cual se derivó, muchos siglos
después, “papel”.
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